RENACIMIENTO

La verdad es que hace tiempo que quiero escribir esta historia, que me pegó muy fuerte en su momento y todavía me sigue pegando si la pienso. Aprovechando la de Odi, Resarcimiento, os escribo yo, Renacimiento, y os hablo de Natalia.

Natalia era una amiga mía muy soñadora y artista. Sus pasiones, la danza y el teatro. Dejó los estudios por enrolarse con el centro dramático galego, una lesión de rodilla le obligó a abandonar el baile y a centrarse en su otra pasión.

Volvimos a coincidir en Santiago, yo estudiando, ella porque es el hogar, en Galicia, de los que quieren dedicarse al espectáculo. Nos veíamos mucho y hablábamos de trascendencias, con Natalia no se puede hablar de otra cosa, pero siempre es enriquecedora y es de esas personas para las que cualquier momento es importante… hasta ir al super lo convierte en una experiencia vital, no sé si entendéis.

Natalia me contó un día que estaba embarcada en el proyecto de su vida. Que preparaba, con dos amigos, una obra de teatro única, que sólo podría ejecutarse una vez. Que esa obra le cambiaría la vida para siempre, que estaba deseando estrenar… y que me invitaba. Le había costado bastante estrenar escenario, pero lo consiguió. Y esta “obra de teatro” cambió su vida y creo que un poco la mía, así que la voy a contar aquí.

Entramos en una habitación. No había nadie. Al fondo, una cortina corrida parecía ocultar algunas sorpresas. Varias puertas cerradas, al lado de tres de ellas había tres monitores de televisión. Nos acomodamos de pie, no había sillas. Los televisores se encendieron.

Pude ver a Natalia en uno de ellos, en los otros, una chica y un chico. Los tres tenían a sus pies un barreño grande con agua. Iban ataviados con una túnica sencilla, atada a la cintura. Al unísono, sincronizados, se quitaron los relojes, los depositaron en una esquina, volvieron al centro. Se sentaron en el suelo, los tres al mismo tiempo. Y al mismo tiempo también, echaron la cabeza hacia atrás y se derramaron, muy despacito, el agua por encima. Con movimientos lentos, delicados, llenos de poesía, como sólo saben hacerlo la gente que ha bailado, se pusieron otra vez en pie, completamente mojados y purificados. Cada uno desde su pantalla nos miró directamente a nosotros y se dirigió a una puerta, antes de abrirla, volvieron su cabeza hacia atrás con una expresión de despedida.

Y las tres puertas se abrieron y allí estaban ellos. Completamente empapados, con una sonrisa ya, y comprendimos solo entonces que no había sido grabado de antemano, que habían ejecutado los perfectos movimientos al unísono y sin mirarse, sin necesidad siquiera de mirar el reloj de tanto que habían ensayado aquella hermosura.
Se dirigieron a la cortina y la descorrieron. Detrás, una mesa, con muchos objetos, de todas formas, tamaños y colores. Al lado de cada objeto, un cartel.

Confieso que me estremecí y todavía me estremezco cuando vi los objetos y los carteles de Natalia, y eso que yo ya los conocía: había estado en su casa muchas veces y me los había enseñado todos. Y ahora estaban allí, con su cartel sencillo, sin aspavientos: Mis primeras zapatillas de ballet. El primer jersey que me regaló mi primer novio. Mi primer anillo comprado con mi primer sueldo. El recuerdo que más me gusta de un viaje. Allí, todos sus recuerdos, cosas caras y baratas, cosas que significaban… unidas a las cosas que significaban de sus compañeros.

Pues bien, cogieron sus cosas una a una y se las regalaron al público. Así, sin más. Natalia regaló a gente que no conocía de nada todo lo que era valioso para ella, en una tarde, en solo media hora, ofreció todos sus trocitos de vida. Sin un gesto, sin una lágrima, sin un movimiento de indecisión, sin explicar siquiera, sólo tendiendo una mano y dándolo con una sonrisa, y como los otros dos, concentrada en el movimiento poético, en la expresión directa de su rostro y en la mirada serena, haciendo belleza pura del acto de dar. Cuando no hubo nada sobre la mesa, se retiraron. Parecían felices. No salieron a escuchar aplausos.

Yo no sé qué fue lo que pensó el público, había ido sola. Yo sabía que aquellos objetos eran de verdad, yo la conocía, no desconfiaría aunque no lo supiera de Natalia. Sé que algunos se quedaron allí con sus objetos, creyendo que los debían devolver, con lo que pienso que no entendieron. Otros se irían a sus casas pensando que eran falsedades o cosas de mercadillo, otros se lo creerían y la llamarían ridícula, loca o estúpida para sus adentros.

Yo sé que soy inocente en esto, que busco simbologías y actos permanentes. A mí me dio envidia Natalia, me dio admiración, me dieron ganas de imitarla. Deshacerme de todo, de lo caro, del objeto más valioso, porque aunque lo imprimamos de sentimiento y de recuerdo, no deja de ser un objeto, un peso atómico.
Natalia encontró su renacimiento regalando sus objetos, y yo reconozco que pienso a veces lo mismo cuando me enfrento al foro, en días como los de hoy, cuando cuento algo importante. Estoy dando algo que significó para mí. Darlo me supone un renacer y una alegría. Como se recibirá el objeto yo no lo sé, si pensarán que es un falso recuerdo, si pensarán que es tontería, si pensarán aquí la loquita o qué cosas tiene esta. A veces esto me ha importado y debo reconocerlo, pero en realidad ahora que os tengo confianza tampoco me molestaría vuestra sonrisa burlona, sería cariñosa creo, casi siempre, y si hay aprecio no hay ridículo, solo una corriente de simpatía en el no-reconocimiento. Yo es que quiero ser libre para hacerlo, como Natalia, sin preocuparme demasiado de eso. Vosotros también dais aquí vuestros objetos y yo los acepto con admiración: sois capaces, somos capaces, queremos hacerlo, y lo hacemos.

Guardo la púa que me regaló el chico. Mi primera púa, ponía su cartel. Le di las gracias a él y os las doy ahora a vosotros, por compartir. Gracias a tod@s.