Contaba una persona que cuando era pequeña le encantaban los circos, y lo que más le gustaba de los circos eran los animales. Le llamaba especialmente la atención el elefante.
Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso, un tamaño y una fuerza descomunales… Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba sus patas. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir. ¿Qué lo sujetaba entonces? ¿Por qué no huía?
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imagine que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día, y al otro…
Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso no escapa porque cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer.
Lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo. Jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza.